“La vida es un revoltijo de valentía y cobardía,
¿Qué es el desencanto, sino el abandono o desvanecimiento de aquello que nos cautivaba de alguien o de algo en que creíamos? Es difícil hacer una reflexión sobre el desencanto si antes no la hemos sufrido o, cuando menos, no la hemos conocido a través de las personas que están muy cerca de nosotros.
Solemos hablar de decepción cuando hemos confiado sobradamente en algo o en alguien y aquello que esperábamos, no solo no nos ha causado la impresión deseada, sino que su efecto nos ha producido desazón. Podríamos entender el desengaño, literalmente, como una frustración que nos perturba el ánimo cuando, convencidos de una evidencia, nos damos cuenta que hemos creído en una mentira o, al menos, en una inconsistencia que ha defraudado nuestra confianza. Y estaríamos en la certeza, además, de que la desilusión es el malogro ante la seguridad de nuestra entrega en una ilusión, cuando vemos frustrada la esperanza del anhelo puesto en ella o cuando el efecto del deseo conseguido se contraría, desencadenándose, tal vez, un abatimiento anímico.
-
En definitiva, el desenlace de este fracaso nos lleva al desencanto, afectado cuando, además, nuestro encantamiento o fascinación por lo que creíamos se deshace. Es el momento en que “se vienen abajo” todas nuestras ilusiones.
-
Esa es, precisamente, la descripción más cercana e impresionable de conocer la esencia del desencanto: la sensación de que “el mundo se viene abajo”, en su forma más efusiva de expresarlo, y es también la más cotidiana. Las sensaciones de asombro, de ver o sentir un acontecimiento inesperado, de disgusto o de tristeza, y de tener la impresión de irrealidad en lo acontecido se entremezclan; y es esa combinación la que agudiza el desvarío emotivo cuando padecemos ese temido desencanto.
-
Quizá no es momento ni es mi intención indagar el origen y la forma en que se produce la desilusión o, mejor, el desencanto en contacto con esa jauría humana que son todas esas personas que conocemos y que tratamos frecuentemente, pero que no las sentimos con esa intensidad que identifica al buen amigo. Ni siquiera se merece ahora meditar sobre esa dinámica gratificante o decepcionante que podemos tener entre nuestros allegados familiares, con los que nos une tal compromiso que la imposición de las convencionalismos propios de nuestra relación con ellos y la sutileza de la hipócrita cortesía, a veces, no nos permite justificar ni “regodear” las consecuencias del desencanto.
-
Prefiero ahondar en la frustración que se siente cuando el desvanecimiento de ese encanto o fascinación se descubre irremediablemente con las personas que considerábamos nuestros verdaderos amigos y que defendíamos como tales, precisamente “¡mira tú qué cosas!”, aprovechando que estamos defendiendo (yo desde aquí, en nombre de todos) la “clase” y condición de “amigos con alma sensible”.
-
Mi atormentada identidad llamada “Rusty” solía referirse en sus “Reflexiones sobre la Amistad” a los peligros y a las consecuencias de la envidia y del rastrerismo, y lo hacía con sus propias citas: "Por más que protejas una amistad, si hay nobleza y honestidad en ella, más cercana estará la envidia y la perversidad del mal amigo para destruirla, por medio del mensaje malévolo de la mentira y de la infamia para confundir y engañar al amigo que defiendes", añadiendo "No juzgues jamás al amigo que te demostró su lealtad y fidelidad, por los rumores y la crítica fácil del envidioso, celoso o mal amigo; pues es posible que aquél no pueda, no sepa o no quiera defenderse utilizando la miseria y la mezquindad, expresando la bajeza de las mismas descalificaciones que este otro utilizó para intentar destruir una amistad". Se refería entonces al daño que podía hacer el juicio fácil y la censura infamante y perversa, para la que hay que estar preparados e investidos cuando se sostiene una confianza y una creencia firme en la dignidad de esa amistad para evitar caer equivocadamente en el desencanto.
-
Y es posible sentir el desencanto por alguien que aparentemente se alejó del círculo mágico que nos acercaba dentro de la redonda línea de su recinto; pero no olvidemos que aquel amigo que se muestra pasivo puede sentirse frustrado y angustiado por la imposibilidad de ofrecernos su contribución afectiva. Pues decía Andecor "No hay nada más frustrante que sentirse un buen amigo y no poderlo demostrar ni ofrecer el influjo de su bondad a quien de verdad aprecia, por culpa de las conveniencias sociales, de las trabas familiares y de la imposición del rigor de la hipocresía de las costumbres”. No olvidemos, por tanto, que la fidelidad de esa persona puede seguir aún existiendo, aunque oculta y latente en la discreción de su silencio. No caigamos, pues, en un desencanto injustificado.
-
Pero sabemos también, y así lo sostenía Rusty en las antes citadas reflexiones, que las relaciones de amistad pueden sufrir una alteración, deterioro o fracaso cuando intervienen en ellas factores indignos e innobles, como el interés materialista, el egoísmo, la vanidad, la deslealtad e, incluso, la traición; sin olvidar que, en muchas ocasiones, podemos ser nosotros los culpables cuando la erosión afectiva que hace desvanecer la bondad de la relación se origina desde nuestra intolerancia ante los defectos y equivocaciones de nuestro amigo, o de la falta de confianza que habríamos de ofrecerle ante la malicia del comentario ajeno o ante la inoportuna y desafortunada situación que hace desacreditar nuestro buen concepto por él. No olvidemos aquella ocurrente cita de quien fue mi buen amigo Pepe Bravo: "Situaciones excepcionales, a veces nos muestran estados inexistentes que nos hacen dudar y desconfiar”, pues refiriéndose, precisamente, a una circunstancia que en su día me produjo confusión, trató con su mensaje aleccionarme para no caer en el desencanto.
-
Y aún así, sería preciso tener en cuenta que el desencanto está mucho más cerca de lo que parece cuando -además de la influencia adversa de esos factores que ocasionan un deterioro en la ilusión de una relación humana, hasta minar toda su honesta esencia- la avenencia y fascinación entre amigos o personas a las que les une un noble afecto se convierten en distanciamiento intencionado, desinterés y frialdad en el trato, e incluso aversión; pues el desequilibrio entre la demostración y dedicación afectiva entre ellos puede hacer difícil e insoportable, en ocasiones, el sostenimiento del compromiso, no pudiendo evitarse ese visible y fatal cambio afectivo; sin que, además, pueda sobrevenir tal desajuste con ocasión, quizá, de un acercamiento inevitable hacia otros intereses o de un eventual enamoramiento que haga aún más complicada la excelencia de la relación.
-
Podemos analizar todas estas situaciones y trataríamos de entender hasta dónde podríamos evitar el desencanto en una relación humana si contuviéramos la desconfianza y la intransigencia por la credibilidad al juicio fácil o a la censura infamante o controláramos la intolerancia a las equivocaciones que, en definitiva, todos cometemos. Podríamos entender el desequilibrio de ese tándem afectivo que, a veces, se produce por la “sinrazón” de los intereses de cada uno y de su egoísmo, por el capricho de sus preferencias, por la deslealtad a sus promesas, o incluso por el agobio u hostigamiento afectivo a que podemos someter a esa persona. Hasta comprenderíamos la forma en que la envidia, la ingratitud inmerecida, el desprecio del envanecido y la hipocresía del rastrero hace mella y corroe la base de una relación. Es evidente sentir la quemazón del desencanto; pero, tal vez, sabríamos sacarle algo positivo a nuestra frustración: habríamos sido honestos con nuestra entrega afectiva y leales con nuestra dedicación y sacrificio, aún habiendo obtenido el fracaso en la ilusión puesta. Puede que esa satisfacción gratificara nuestra conciencia y compensara nuestro dolor.
-
Y es que, llegado aquí, el peor desencanto que podemos recibir es el que sufrimos desde nuestra propia persona, el que padecemos cuando nos damos cuenta que por culpa de nuestra debilidad, de nuestra arrogancia e hipocresía, de nuestro envanecimiento y egoísmo, de nuestra deslealtad y nuestras miserias, así como de todos esos condicionantes que reprochábamos en los demás, vemos la frivolidad de nuestra moral, el vacío en nuestra dignidad y la deshonestidad y hasta la vileza de nuestra conducta. Cuando nos damos cuenta de que podemos haber defraudado o traicionado a los demás, de esta forma, tendríamos que analizar profundamente ese desencanto al que conduce nuestra propia indignidad, y es entonces cuando deberíamos hacer una reflexión para evitar ser como somos.
“En la vida hay una filosofía para hacernos felices