Yo sé que las princesas sólo existen en los cuentos
pero la protagonista de
este relato existió en la realidad
y supe que fue una
princesa.
Yo tuve el privilegio de
disfrutar de su amistad;
por eso le dediqué este
cuento
y retraté en él a dos
personajes
que construyeron una
historia muy parecida
a la situación que ellos
mismos tuvieron ocasión de vivir.
La Princesa y el Campesino...
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... es el relato de una noble y leal amistad y -tal vez, puede que- de un amor honesto, pero imposible, entre
dos jóvenes que se conocen en un escenario en un ambiente medieval, con algunas
reminiscencias bucólicas y en clave de cuento, repleto de simbologías que sólo
el cronista conoce y quien, como un personaje más, dentro del relato, evoca y
describe la sucesión de acontecimientos en que se ven envueltos los dos
protagonistas del que, finalmente y ya en una segunda parte, resulta ser el
verdadero cuento, a través de un guiño de fantasía, en un intento de describir
el sentir de otras vivencias.
Aunque esta historia termina
siendo un Cuento dentro de otro Cuento, en el que un amigo cuenta a su amiga el transcurrir de su propia
amistad de forma simbólica, y en la que esa segunda parte del relato, que
describe todo el acontecer de ambos, se rebela a veces a quedar acabada, es
evidente y se percibe en ella la forma en que el destino, protagonista también de la historia, pretende encapricharse con no conceder mejor suerte a estos
buenos amigos; quedando representado el personaje de la Princesa como una heroína, empeñada en resistirse a una conclusión con final
triste.
Y esta es la historia... En
un país muy lejano, o quizá muy cercano, vivía una linda princesa que todos
querían por su buen corazón y su generosidad para con sus súbditos, y también
por su gracia y dulzura.
Dedicaba mucho tiempo a frecuentar los lugares en donde concurrían
sus habitantes y no tenía reparos para compartir y conversar con los que,
incluso, pertenecían a otras clases más bajas; por lo que todos la querían por la sencillez de su trato, por su buen
carácter y, sobre todo, por la fascinación de su sonrisa, con la que cautivaba
a todo aquel que se acercaba o trataba. Además, gustaba de pasear con su blanco
y hermoso caballo por los lugares más diversos, cercanos a su castillo, sin que
tratara de evitar el encuentro con los aldeanos y labriegos. Por todo ello, era
merecedora de todo el cariño de los suyos y nadie había que no estuviera
orgullosa de su Princesa.
Solía frecuentar un paraje, en el que abundaba la alegría de los
cantos de toda una multitud de pájaros y de una campiña repleta de atrayentes
flores y frondosos árboles. A veces solía acercarse a un arroyo de
transparentes aguas, que solía contemplar sin darse cuenta del tiempo que
transcurría mientras disfrutaba junto a su orilla y sin advertir que, en
ocasiones, atardecía tan pronto que debía regresar precipitadamente para evitar
la noche a su vuelta al castillo.
En uno de esos regresos, la princesa tuvo un desafortunado
tropiezo con su fiel corcel, a causa del tronco de un árbol que se hallaba en
medio del camino, cayendo los dos al suelo con tal suerte que apenas sufrieron
heridas de consideración. Sin embargo, unos arañazos en el brazo de la
princesa, producidos por las ramas, la obligaron a detenerse antes de su
vuelta, para tratar de limpiarse la herida. Y ocurrió que viendo cerca del
camino una casa, rodeada de árboles y de una pequeña huerta, pensó que era mejor
acercarse hasta ella para poder recibir ayuda, al menos para tratar de curar sus rasguños.
En la casa encontró un joven campesino, atento, jovial
y entrañable, que sin conocer la identidad de la princesa, la atendió curando y
limpiando los arañazos de su brazo. El joven le dio de beber y le agasajó con
las mejores viandas y frutos que tenía en su casa. Más tarde, después de recuperarse, la gentil princesa, despidiéndose,
le dio las gracias y le prometió volver a visitarle, aprovechando su
acostumbrado paseo por aquellos lugares.
Y así lo hizo,
ya que en numerosas ocasiones y siempre que su tiempo se lo permitía, trataba
de compartir -mediante aquellos encuentros- instantes agradables, en los que mutuamente se transmitían la magia de un
tímido y emocionado sentimiento, unas veces a través de la elocuencia del silencio, y otras mediante la complicidad del lenguaje de la sonrisa, sin que, por su parte, él descubriera el origen del linaje de su
amiga.
De esta forma, fue surgiendo entre ambos una comunicación tan
fascinantemente emotiva que la certeza de su hermosa amistad estaba ya en la
pertenencia mutua de sus sensibles corazones.
A veces, en el transcurso de aquel mudo pero encantador lenguaje,
surgía la fluidez de una conversación agradable y siempre con la satisfacción
de una mutua comprensión. En todo momento había un deseo y una noble intención de poder ayudarse y
entregarse a un afecto recíproco, si aparecía la más mínima inquietud o
preocupación. Sin embargo, la princesa no se atrevía a confesarle el secreto de
su linaje por temor a decepcionar a su amigo, al no haberle dado a conocer su
verdad y ante la posibilidad de perder su amistad con él.
Y ocurrió que un pariente ascendiente de la princesa, que vivía en
un país lejano enfermó tan gravemente que sólo su rápida decisión de marchar
urgentemente podía dar lugar a verlo aún en vida. La princesa, sin explicarle
la condición de la estirpe de su pariente, pidió consejo a su amigo
campesino, pero alentándole a que no le guiara a decidir hacer el viaje, porque
prefería evitar aquella marcha que suponía dejar de ver a su amigo durante
mucho tiempo. Pero el buen sentir del campesino quiso sacrificar su propio
interés por retener a la princesa y terminó aconsejándola para que no pudiera
tomar otra alternativa que la de viajar para ver a su pariente en sus últimas
horas; y tal fue la forma en que éste animó a su amiga que ella no pudo ya
evitar emprender su marcha.
La ausencia de la princesa apenó mucho al campesino que se entregó
días y noches al recuerdo de los momentos en que juntos solían compartir y
disfrutar de la compañía y cercanía de sus corazones, y, en un momento de su
debilidad, hizo que se lamentara de haberse decidido aconsejar lo que causó
aquella separación.
Finalmente, la princesa regresó, no sin agradecer a su campesino la oportunidad que le dio
su consejo para ver aún en vida a su pariente. Fueron pocos encuentros de
felicidad los que les quedaron, porque ella conoció al poco tiempo que estaba a
punto de asumir obligaciones de su rango que no le iban a permitir seguir con
la suerte de mantener sus acostumbradas visitas. Sin embargo, en una última
tentativa de salvar lo que más deseaba su corazón, la princesa contó a su amigo
que a pesar de las necesidades familiares que tenía, que podían impedir poder
seguir viéndose, ella estaba dispuesta a renunciar a todas si él se lo pedía.
Pero el noble corazón del campesino adivinó que la necesidad estaba más allá
del propio interés personal de ella misma; y, aunque no estaba seguro que tras
aquella excusa se escondiera el secreto de las obligaciones de una princesa o
de otras que entonces no podía adivinar, sabía que había algo más, por lo que
no pudo evitar ofrecer un nuevo sacrificio renunciando nuevamente a ella.
Estaba seguro que si no la retenía la perdería, y tal vez para siempre; pero no
podía hacer otra cosa, porque se trataba de defender, tal vez, lo mejor para
ella, aunque tuviera que renunciar a la cercanía de aquella hermosa amistad,
inmolando su felicidad y la de su amiga.
Entonces, llegó el momento en que se despidieron sin saber cuando
volverían a encontrarse e ignorando en qué circunstancias se produciría ese
encuentro. Pero prometieron tener sus corazones unidos en la distancia y en el silencio; y prometieron también que su recuerdo mutuo estaría siempre tan presente que no habría motivo para que
jamás se apagase la amistad que se habían prometido ambos amigos.
Pasaron los días y transcurrieron los meses sin noticias el uno
del otro; hasta que, cierto día, a la princesa le llegó la triste noticia de
que su joven amigo había sufrido un desafortunado incendio que le hizo perder
su casa, su hacienda y sus animales.
La princesa, en un gesto desesperado de preocupación por conocer
el estado de su amigo, se dispuso a visitarle, pero la difícil situación que la
mantenía comprometida desde que, muy a pesar suyo, tuvo que encerrarse en su
palacio y dejar de visitar al campesino, la obligó a desistir de su decisión.
Sólo pudo apresurarse, en la forma que le fue posible, a dar la orden a su
administrador para que reconstruyera su casa y su finca, lo más rápidamente
posible, y se ocuparan de la pérdida del resto de su hacienda y de los animales
que también había sufrido.
Cuando el campesino ya se había repuesto de su desventurado accidente,
recibió una tarde la visita de un enviado de la princesa para comprobar si se
habían cumplido sus órdenes y para asegurarse de que no le faltaba cualquier
otra necesidad tras su desgracia. El campesino sufrió la decepción de que esta
visita no la hiciera su propia amiga; y fue entonces cuando el enviado de
palacio le confesó la identidad de su princesa. Sorprendido y algo confundido,
le expresó su agradecimiento, para que así fuera trasladado a ella, por la generosidad que había tenido con él, no sólo por haberle hecho recuperar toda
su propiedad sino por haberse interesado por las circunstancias de su estado,
solicitando, además, la posibilidad de enviarle un correo, mediante su
mensajero, en que le hacía partícipe de ese agradecimiento en forma más personal
e íntima.
La princesa le contestó con la promesa de volverlo a ver, tan
pronto le fuera posible liberarse de los compromisos de protocolo y de sus
obligaciones de palacio, y como muestra anticipada de su confianza le hizo
entrega de una preciosa yegua, pidiéndole, a condición, que si un día tenía un potrito fuera a
regalárselo a su palacio.
Pasó el tiempo y el campesino no volvió a tener noticias de su
princesa, aunque pensó que las obligaciones propias de su rango en ese momento
podían dificultar el envío de un correo o de hacerle una visita, por lo que
decidió aguardar que pasara más tiempo, sin perder nunca la esperanza de que
todo quedaría resuelto, hasta llegar el momento de reunirse con su amiga.
Pero ese momento no llegaba y, triste y bajo la influencia de la nostalgia del recuerdo de aquella amistad que le había unido a su querida princesa y del
afecto que le profesaba, el campesino pensó en visitarla, no sólo para consolar
su apenado corazón sino en su afán de saber si se encontraba bien y agradecerle
la generosidad que un día tuvo para con él. Por lo que se presentó a las
puertas del castillo, pidiendo le concedieran aquella ansiada audiencia; pero
no le fue posible porque no tenía ninguna carta de presentación ni nadie que le
conociera, ya que, incluso, desconocía el nombre de la única persona a la que
podía pedir mediación, que fue el enviado que su amiga le hizo llegar para
reponer su hacienda destruida. Así, sólo disponía del ofrecimiento de un
presente en el que reunió los más escogidos frutos de su huerta que, a través de los sirvientes de la princesa que le atendieron,
pidió que le hiciera llegar de su parte; y aunque se le aseguró que así se
haría, se le comunicó que volviera otro día por si había mejor suerte para ver
a su amiga.
El joven siguió acudiendo todos los días al castillo y llamando a
sus puertas, por si podía ver a su princesa; pero sólo obtenía una respuesta:
que ella se encontraba muy ocupada en sus obligaciones y que algún día le
recibiría. De esta forma, sólo pudo quedar la cesta diaria de frutas
y otros manjares de su huerto, para ofrecerle su testimonio de agradecimiento y
de su recuerdo, aunque sin saber si el contenido y la procedencia de la cesta
le era entregada a su amiga, la princesa.
Hay quien dice que la princesa no acudía a ver a su amigo, el campesino,
ni le recibía cuando éste llamaba a las puertas de su palacio, no por las
dificultades de su protocolo o por las obligaciones de su condición de
princesa, sino porque se hallaba cautiva y en poder de alguien con quien compartía el principado, que, sabiendo
la amistad con el campesino, quería evitar por todos los medios que volviera a
verlo. Y eran tal las circunstancias de su cautividad que ni siquiera le era
permitida la posibilidad de comunicarle este desgraciado hecho.
Y así continuó el campesino visitando durante mucho tiempo las
cercanías de las puertas del palacio, sin perder nunca la esperanza de
encontrar a aquella princesita que durante un tiempo fue no sólo su huésped y
amiga sino la persona con la que compartió la magia de unos hermosos sentimientos.
Hasta que un día los sirvientes que siempre le abrían las puertas dejaron de
aparecer y fueron otros, mucho menos agradables y hospitalarios, los que le
atendieron, ordenándoles que no volviera a preguntar por la princesa y
rechazándole el contenido de su cesta.
Y dicen que fueron sus guardianes, de quien era prisionera la
princesa, los que al descubrir la acostumbrada cesta del campesino, le
prohibieron aceptar ningún presente más de aquél, restringiendo más severamente
su libertad para salir de palacio.
-
Y el campesino volvió una y otra vez, pero la puerta ya no se
abría para él, y muy apenado por su suerte hubo de desistir. Hasta que un día,
le llegó un feliz acontecimiento, porque la yegua que su amiga le entregó, dio
a luz un potrito. Entonces, recordó que debía regalárselo, como le había
prometido.
Aquel día, víspera de Navidad, se puso en
camino con su potrito y con su corazón
lleno de ilusión y de esperanza, porque
estaba seguro que había llegado el deseado recibimiento. Era un día muy frío y comenzaba a nevar, y se presentó a las puertas del castillo
pidiendo poderle entregar personalmente el animalito a la princesa y
justificando que era un presente que ella le había encargado. Pero sólo obtuvo
una simple respuesta; que esperara, porque la princesa estaba muy ocupada y no
podía atenderle en ese momento. El esperó y esperó, y atardeció y se hizo de
noche.
Aquella noche hizo tanto frío que los campos se helaron tras la
copiosa nieve que cayó; pero él, abrazado a su potrillo, siguió esperando,
porque siempre le iluminaba la esperanza de que al final las puertas del palacio se abrirían para él, y
aparecería su radiante amiga, porque sabía que ella esperaba su potrito que él
le había prometido cuando naciera; y quería entregárselo con su agradecimiento
y con todo su afecto, y con el deseo de
felicitarle la Navidad.
Pero la princesa no salió; y a la
mañana siguiente otros campesinos que pasaron por allí al amanecer encontraron
a nuestro amigo y a su potrito congelados por la nieve y sin señales de vida.
Cuentan que aquellos campesinos, que se llevaron el desafortunado
cuerpo del joven anónimo, amigo de la princesa, descubrieron como su rostro
había quedado transformado en un semblante de gozo y felicidad; parecía que les
sonreía. Y también se dice que la princesa, entonces, no supo que su joven
labriego le estuvo esperando a sus puertas para entregarle el mejor tesoro que tenía. Pues, en realidad lo que el campesino fue a entregarle,
por medio de su potrillo, fue su corazón y, además, su vida, con una sonrisa en sus labios, en su rostro y
en su alma.
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Angel González "Rusty Andecor"
Esta primera parte del cuento completa el Cuento que fue
Mención de Honor en el "Certamen de Relato Corto de la UNED. 2007", en Plasencia