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Hay habladores que exponen o discuten, hay habladores que observan y hay alguno que... algo más apartado, aprovecha para tomar una copa de buen vino. (Foto cata en casa Pachi) |
“Hay
habladores que gustan de llenar los espacios
con los ecos de su perorata,
quizás para revelarse como protagonistas
de la reunión o la tertulia,
o
quizás para hacer sombra a sus rivales en la charla.
Tal
vez porque esos habladores sólo admiten su razón
o porque envidian a sus
competidores.
Casi
siempre son “conversadores compulsivos” e irrefrenables en su debate
y
aturden con su resonancia a los "escuchantes";
porque,
además, no saben desvanecer el final de su discurso,
ni se privan de moderar el
nivel sonoro de su voz”.
(Ángel González "Rusty Andecor")
El caso es que, partiendo de una célebre frase de Oscar Wilde, la charla, la tertulia, debería empezar con la fe puesta en nuestras dotes del “buen conversador”. Por eso, y como él mismo decía: "No voy a
dejar de hablarle sólo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí
mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones
conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de
lo que digo". Pero esto, aparte
de la carga de sentido del humor, con la que podríamos responder al “conversador
compulsivo”, para que se dé por
aludido, es la afirmación de un ejercicio de confianza en uno mismo, con el fin
de combatir la interminable y molesta perorata de ese hablador irrefrenable que
llena de ecos los espacios sagrados de los recintos tertulianos.
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La conversación más relajada y distendida surge, por lo general, en una comida de familia o de amigos, como éste caso, en el que aparecen mis amigos, de izquierda a derecha: el malogrado Juan Huertas, Carlos, Modesto y Domingo. (Foto comida de trabajo) |
Para empezar, y al margen de su definición de diccionario, recordemos que
una conversación no es un monólogo, sino un diálogo, una dinámica participativa
de expresión oral en la que intervienen dos o más personas. Que debería ser homogénea
y equitativa en la participación de su contenido y de su tiempo, y que no debería
alterar la exposición de la opinión de los demás, ni siquiera el derecho a la
razón del oponente.
Desde
luego, una buena conversación debería ser “el
arte de nunca aburrirse”, de saber decir todo con interés y de seducir con
casi nada. Y que, como decía Winston
Churchill, “una buena conversación debe agotar el tema, no a los
interlocutores”.
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"Nuestro amigo Victorino Martín, charlatán ocasional, se entusiasma y nos entusiasma con su conversación (sobre los toros, claro), pero deja que "prosigamos en el surco que él ha trazado" con su tema, y nosotros, atentos, en principio, damos nuestra opinión e intercambiamos después pareceres. |
Alguien
dijo también que “Conversar es entrar en
el surco que ha trazado el otro y proseguir en el tramo y perfección de aquel
surco”. En definitiva, deberíamos defender las virtudes de la conversación
como un ejercicio constructivo de intercambio de ideas, pareceres y opiniones, y
no con la finalidad de una competición de conversadores que persiguen lucirse o
triunfar en el debate, y menos como un recurso para poner en evidencia a otros,
para aprovechar la crítica o censura fácil e, incluso, infamante, o para provocar un
altercado dialéctico con fines destructivos.
Para entrar ya en lo que se refiere a los vicios de la conversación, empecemos
poniendo como ejemplo la realidad de nuestra charla más común o la polémica que
puede surgir en cualquier foro tertuliano:
¿Alguna vez te has dado cuenta, cuando te
encuentras en una
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Mi amigo Antonio, situado a la derecha del todo, habla y pone su nota emotiva en mi despedida cuando me jubilaba (allí, casi al fondo a la derecha). Los demás, unos atienden, por cortesía y por respeto a quien pronuncia el discurso, otros bromean, y quizá hay quien no escucha y habla con otros. |
reunión o tertulia, cómo hay gente que “se escucha a sí mismo”
y no atiende a los demás, aquellos que intentan intervenir? ¿Y cómo se
manifiestan en forma de monólogo, porque, aunque se oigan más intervenciones,
no son capaces de admitir el turno y la posición del interlocutor que reclama
su tiempo?
Todos nosotros (yo mismo) nos hemos encontrado alguna vez desempeñando
el desconsiderado papel del personaje “el hablador
sin freno” y hemos pecado con nuestra falta de empatía y con una indiferente incomprensión
hacia los escuchantes. Sabemos que
sólo hace falta un pequeño esfuerzo de atención y de respeto hacia quienes también
han de participar, pero nuestro afán por sobresalir y querer imponer la razón
nos
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El hablador compulsivo "no para de hablar", mientras algunos no pueden evitar mostrarse aburridos o ausentes y otros, cansados de su arenga, se quedan dormidos. (Pintura de Jean Beraud) |
impide ceder nuestra palabra y nuestra posición. Es la misma empatía, pero la
que ahora buscamos, en el momento que somos la parte más callada y desmarcada,
porque el “hablador compulsivo" o "conversador dominante” no
nos deja intervenir; esa misma empatía, como digo, es la que nos hace ver la posición arbitraria de quien
pretende protagonizar la charla o reunión, y es la que nos enseña que hemos de
ser tolerantes y respetuosos con el resto de los participantes de la
conv ersación.
Por
tanto, y si nos fijamos en el desequilibrio del transcurso de una conversación
o debate, uno de los problemas que surge, es la anarquía y confusión que se
establece entre los conversadores, cuando es el “hablador dominante”, el que la dirige o la mantiene en exclusiva (“el que no para de hablar”), y el que,
casi siempre, termina aburriendo a los demás. O cuando, en contraposición al dominante, es el “hablador callado”, que apenas interviene, no porque no tenga
argumentos, sino porque se comporta de modo tolerante o paciente hacia quien quiere
sobresalir, o –simplemente- porque el “aparato” de quien
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Curiosamente, a veces no hay reglas para compartir, en una gran concurrencia, la charla amena y distendida. La informalidad de una reunión no precisa reparto de turnos ni moderador. De forma natural se organizan grupos y cada uno elige o descarta su participación en uno o en otro. (Foto del III Encuentro del Vinilo) |
domina la tertulia o
debate no le anima a intentar buscar su turno para exponer su parte del
diálogo.
A veces, y ante la
impertinencia y descaro de quien domina exclusivamente la charla, es la
cortesía del resto de los participantes, y puede que hasta el afecto hacia
aquél, cuando no la cortedad, la que reclama discretamente su turno para que permita la intervención del resto del grupo en el coloquio o debate. En ocasiones,
cuando se pretende una participación total y más equilibrada, son las reglas, las que se deben establecer para evitar ese desequilibrio. Tal vez, la figura discreta de
un moderador o presentador de la ponencia o debate que marque los turnos, o la
necesidad de asumir una disciplina en la exposición con un desvanecimiento fonético en el discurso, cuando ya se ha expuesto una parte del mismo, pueden ser recursos útiles y a veces indispensables para el éxito de una conversación.
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El calor humano que produce una charla informal, a veces, es compatible y permite que alguien pueda erigirse en conversador dominante, mientras que se acompaña de una intervención simultánea de sus participantes. (Foto del citado III Encuentro) |
Lo cierto es que no es
extraño ni ocasional que una charla o tertulia se celebre “sin orden ni
concierto” en sus intervenciones, en circunstancias clamando varios a la vez, a
veces en creciente vocerío. No es normal que se produzca una conversación
ordenada, con disciplina del respeto de turnos, como no sea durante la
formalidad de un acto previamente dispuesto, con un moderador y un orden de
turnos. Ni siquiera podemos ver ese debate sosegado y equilibrado, con mesura y
respeto, entre los invitados de una tertulia en los foros que se celebran en
las cadenas de televisión; es más el ejemplo que nos dan determinados programas
de tertulia o debate nos demuestran lo bochornoso que puede ser el intercambio
y discusión de opiniones entre los mismo profesionales de la comunicación y en
los medios de ámbito nacional.
Otro gran problema del
buen desenvolvimiento de la conversación es el caso de “la sordera” de ese
amigo al que le hablas y no te escucha, porque, o bien se complace en demostrarnos
sus presuntas dotes de elocuencia, o quizá se ve envuelto con una supuesta
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Hay ocasiones en que se produce una extraña complicidad entre el "hablador compulsivo" y el camarero de la barra que finge atender su matraca. Los dos suelen interpretar su papel de forma impecable; el hablador, su histrionismo, el camarero, su cortesía y discreción. (Fotograma de "El resplandor") |
atracción o gracia ante su numerosos participantes, o bien porque piensa que
carece de interés lo que le digan los demás y, por eso, sigue “sin parar” con
su “ponencia”. Es evidente, por desgracia, que quien se cree seductor de la
retórica o “sabedor de su verdad”, no va a entrar en una dinámica de turnos de
opinión, ni de ceder un ápice en esa “verdad” que defiende.
Puestos en nuestra posición, ahora ya, de “sufridos escuchantes”, cuando
hemos aprendido a ser respetuosos, tolerantes, e incluso generosos con el
“conversador compulsivo”, nos preguntamos ¿qué podemos hacer para disfrutar de
una conversación, de una tertulia, o de una discusión, cuando sabemos de ante
mano que “la batalla está perdida” porque aparece el “hablador dominante”? Pues
cuando llega ese “animador ponente” de tertulias y debates, el que sabemos que
se afana por hacerse escuchar “como sea”, no dando tregua en su monólogo, con
su subida de tono de voz, a veces ensordecedor, para entorpecer la réplica o la
alternancia en la exposición de los demás, la desesperación que podemos sufrir
es indudable. Y nos preguntamos... precisamente eso: ¿qué recursos podemos emplear? Pues… ciertamente... ¡poca cosa! O esperar
pacientemente, y sobre todo con humildad, y hasta con sentido el humor, pero con
alguna señal visible para
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La escena representa a 3 amigos que asisten esa mañana a una cata a las bodega de vinos "HABLA" y que, antes de hacer la visita, charlan y bromean animadamente. Pero, mira por donde, aparentan una discusión; Juan diserta y parece que reprende, mientras Ángel le observa con atención y Antonio se tapa los oídos, pero en realidad lo hace por los ruidos de alrededor. Es una entrañable escena. |
el dirigente conversador, a fin de que nos vea y nos
preste su tiempo, o levantar también nuestro nivel sonoro de voz, hablando "más fuerte", si cabe, de forma
progresiva o de improviso, con el fin de poder interrumpir con éxito al
dominante, o –cuando ya no hay nada que hacer- el último recurso: “salir
pitando”, con excusa o sin ella, del tropel tertuliano.
Y lo cierto es que -e insisto- yo reconozco que en ocasiones
padezco del mismo vicio que ahora repruebo, y por ello no puedo ser un buen
ejemplo de respetuoso conversador ni siquiera de un acertado consejero. Así que
todos, los que no respetamos las reglas del buen conversador, tendríamos que
ser más receptivos y generosos cuando alguien a quien hablamos tiene derecho,
después de escucharnos, a hacer su réplica, a dar su opinión o su punto de
vista, y –sobre todo- a tener su momento en la conversación. Y pienso, que la
mejor forma de entender esa desafortunada escena que interpreta “el orador
compulsivo” no es ponerse en lugar de
quienes ya somos víctimas del retórico, arrogante, "gracioso" y,
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Lo cierto es que cuando el "chascador" es ingenioso y ameno, o el animador es un artífice del humor (como el que presenciamos los 3 bobalicones que estamos en la foto), no hace falta pedir turno para hablar, porque ya tenemos delante nuestro mago de la sonrisa o, simplemente, nuestro divertido charlatán. |
a
veces, mal educado contertulio que pretende dirigir la reunión, sino de hacerlo
en el de la situación que recordamos o imaginamos, cuando somos nosotros los
que entorpecemos esa interacción en la comunicación, a través de ese “alarde
retórico”, de una forma o de otra.
Desde luego y teniendo en cuenta que, ni la intromisión
descortés e inadecuada, poniéndose "a la misma altura" del petulante
y engreído “hablador dominante”, que solo busca lucirse en la charla o reunión,
ni el abandono o alejamiento de la intervención, resuelve el justo y merecido
equilibrio en el diálogo. Tampoco soluciona el éxito participativo de la
velada, ni seguir resignados a escuchar pasiva y distraídamente a tal orador, ni permanecer distantes y aburridos presenciando la charla, unas veces, o prestando
interés con intentos frustrados para intervenir, en otras. Quizá, solo si
transmitimos nuestra modesta aportación, con mesura, sutileza, elegancia y,
sobre todo,
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A veces nos sobra ese "milagroso intervalo para intervenir", ni precisamos del llamado "desvanecimiento fonético" para tomar la palabra. A veces hay quien protagoniza, no una charla, sino una inquietud o desventura, después de confesarla, y lo único que necesita es que alguien le comprenda y le consuele. |
ingenio, buscando el momento adecuado, podamos, no solo conseguir
el equilibrio, sino ¡ojo! hasta la derrota, aparente o relativa del protagonista
contertuliano que se empeña en seguir siendo la eterna estrella en esos “temidos”
momentos coloquiales.
Y finalmente, extraído de mi anterior reflexión sobre "Hablar y no saber escuchar", algo así como... un refrescante epílogo
anecdótico, quería decir que, a veces, observo, atento, curioso y asombrado a
ese "maestro de
la conversación", que ¡no
para! que siempre lo sabe todo mientras los demás "no sabemos apenas
nada", que tiene ocurrencias para todo, que se vanagloria, que
no escucha a los demás o que te interrumpe bruscamente cuando tú has empezado a
participar, que no le interesa ni tu vida ni la de nadie ajeno a él mismo.
Entonces, cuando percibo esa evidencia y me explico su "actuación",
caigo "en la
cuenta" y pienso "este
tío es tonto" (o esta tía), es un "fantasma", un pedante vanidoso, un graciosillo que
busca su autoestima
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Y puede que, alguna vez, sea necesaria una botella de licor encima de nuestra mesa, un elixir que nos haga viajar a ese estado de "beatitud" (como decía Buñuel), con el fin de poder alejarnos de esa cruel secuencia de la vida que nos persigue. y mortifica. Quizá esté enfrente de nosotros y haya tomado forma humana, quizá esté sumida en su "borrachera", de miedos, fracasos, remordimientos, insinuaciones, resentimientos, y nosotros no podamos evitar la tentación de sacar un billete para viajar en compañía de nuestro elixir. (La pintura es de Jean Beraud. No es una escena de conversación, sino del intento de buscar la salvación en lo que no podemos encontrar o descubrir en el consuelo de las palabras) |
con su chanza o "ridícula arenga". Y concluyo "éste, está mucho más solo
que todos los que, pacientes y resignados, tenemos que oírle, sin que él nos
escuche a nosotros".
Por lo demás, sabemos que en la dinámica de la comunicación, y dentro las formas de expresión oral, hay un modelo, a veces común, de manifestación que excede los márgenes de cualquier conversación, porque pertenece más bien a la discusión. Es el modelo que se caracteriza por reprender o abroncar al interlocutor, también de forma compulsiva y por cualquier motivo. En contraposición o correspondencia, está también el modelo que se defiende, replicando en el mismo tono y forma. Estamos refiriéndonos, más que a una pelea dialéctica, a una bronca o disputa que puede entrar en las formas chabacanas o de la grosería. Pero esto ya pertenece a otro tema y lo dejaremos para otro día.
Termino con otras dos anécdotas; una pregunta “de pardillo a pardillo” en una conocida
red social y dirigida a mi amigo Juan
Garodri, y una cita literaria. La pregunta que hice a Garodri, para buscar su reflexión, fue esta: “¿Cuál es el secreto para coger la palabra en una reunión en la que
todos hablan, unos más que otros, porque se erigen con orgullo, valiéndose de
de la potencia o de los encantos de su voz? ¿Cuál es el punto en el que puedes
tomar esa palabra sin que nadie te reproche que has faltado el respeto de quien
hablaba y de los demás que “escuchaban”? ¿Dónde está el milagroso intervalo,
cuando no lo hay, para intervenir? ¿Cómo puedes, no hacer ya un alegato, sino
una simple alusión al tema en que sólo unos pocos intervienen, porque no te dejan?”.
La respuesta de Juan fue: “Averiguar la esencia del principio en que
se fundamente la cesión de la palabra es como averiguar el bing bang de la
conversación, es decir, así como en el bing bang habría que partir de una
singularidad espacio temporal, en la conversación habría que partir de dos singularidades fonéticas que encajan e, incluso, se corresponden".
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El bar, la cervecería o el café. Santuario de la conversación desenfadada y distendida. Refugio de los charlatanes incontenibles. Lugar para la confesión de verdades y mentiras, de los amigos a sus amigos. Icono de la palabra desinhibida y ruidosa. Paraíso de los bohemios que buscan su cómplice soñado o perdido. |
Y mi alusión a
su comentario fue: “Hay algo muy
respetuoso, aparte de los intervalos que se producen cuando aparecen esas
manifestaciones fonéticas, esas caídas o desvanecimientos fonéticos, y que son
las peticiones de turno mediante “el levantado de la mano”. Pero quizá, también necesitaríamos, en algunos casos, un reloj de turnos o un discreto moderador de tertulias".
En cuanto a la cita, es de Khalil
Gibran y dice: “Del hablador he
aprendido a callar, del intolerante, a ser indulgente, y del malévolo, a tratar
a los demás con amabilidad. No siento ninguna gratitud hacia esos maestros”.
Y pienso que si los tres maestros concentran sus dotes en la del oficio del “hablador
compulsivo”, intolerante, sin concesiones en la participación ajena, y
malévolo, por el afán despótico y autoritario de su discurso, sólo nos queda el
ingenio de una frase dedicada a su aburrida y hueca charla, como aquella de Alfred´Houdetot, "Los charlatanes son los hombres más discretos: hablan y hablan y no dicen nada".
Por cierto; lo decía Juan Ramón Jiménez: "Lo que más indigna al charlatán es alguien silencioso y digno". Así que... y una vez más, nos aplicaremos la regla: para
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A veces, hay miradas o gestos que lo dicen todo, que expresan que "no les va a temblar la mano" (ahora que la expresión está de moda) si alguien rechista o parpadea. Así que, hay quienes no tienen más remedio que taparse la boca, por si acaso. La foto la acabo de recibir hoy; es mi sobrina Anabella y Jose. Él es el Sultán de Turquía; ella, su favorita.(Naturalmente es una broma y sirve para ilustrar esta curiosa relación comunicativa) |
indignar al "hablador dominante y compulsivo", le mostraremos nuestro oficio de "escuchante resignado y sufrido".
Y ya, para poner fin, quedemos una anécdota. Por una parte, tenemos al "hablador compulsivo" que no deja hablar al resto de la cháchara o tertulia, y que es algo que ya hemos visto. Por otra, es el "escuchante resignado", paciente, que sufre la pose dominante de quien "no para" de hablar, hasta "caer rendido".
Pero... más rendido se queda quien se ve coartado para decir ¡nada! (ni siquiera, para "abrir la boca"), cuando quien dirige la oratoria, o se erige en el alma de la fiesta o concurrencia, impone su silencio con un gesto arrogante o una actitud autoritaria (como la del sultán de la foto).
Ángel González "Rusty Andecor"