pues nada tengo que darte,
te llevo hoy a ti mi pobreza,
que es mi mejor prueba de amarte
(Rusty Andecor)
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Con estos versos de “mi cosecha” quería comenzar a ensalzar esa generosidad tan poco reconocida por nuestra más frívola condición, pues es también escaso su ofrecimiento, cuando de lo que se trata de entregar a los demás no es dineros ni bienes ni favores sino parte de nuestro afecto, de nuestra riqueza espiritual y de nuestro tiempo. Porque yo siempre pensé: “Prefiero la generosidad con que mis amigos y mi gente me dedican su tiempo para escucharme y comprenderme, para darme su confianza y su ánimo, en esos momentos de soledad y desánimo que a veces nos asaltan, antes que recibir de ellos sus dádivas y atenciones o sus bienes materiales”
Pues ya sabemos que “el amigo de horas felices y de días hermosos debe tener la generosidad de serlo también en los malos momentos y en los días desventurados para los suyos”; y que la generosidad es -ante todo- la entrega del respeto, de la lealtad, de la compañía del afecto y la confianza, pero también del servicio y ¡cómo no! de ese grato sabor que lleva una sonrisa para los demás.
El Diccionario de la lengua española define a la generosidad como “la tendencia a ayudar a los demás y a dar las cosas propias sin esperar nada a cambio”. Incluso busca un sentido más profundo, describiéndola como “la inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés”.
Sin embargo, ”la generosidad no estriba en que me des lo que necesito más que tu, sino en que me des lo que tu necesitas más que yo”. Porque, y es un dicho popular, “la generosidad no es compartir con un mendigo un pedazo de pan que te ha sobrado, sino en compartirlo cuando estás tan hambriento como él”. Es decir, y esta es mi reflexión; nuestra disposición para ser el sostén del desaliento de quien está a punto de desfallecer, la mano para levantar a la persona amiga que se ha visto desmoronada por una desgracia o el consuelo para aliviar el dolor del que ha sentido que su corazón se ha roto, debe estar presente -o anteponerse, a veces- a costa de descuidar nuestras propias necesidades afectivas y arriesgando nuestro temple y entereza.
Además, se da la circunstancia que “quien más tiene es el que menos da y aquel que menos posee es el que más capacidad tiene para dar” Y es que la generosidad extrañamente proviene de la escasez o de la precariedad. Pues quizá, en las privaciones y cuando tenemos esos pocos momentos de riqueza es cuando conocemos la satisfacción de sentirnos realizados en nuestra más digna condición de seres humanos. Porque es evidente que… la generosidad, vista así, ejercita el corazón, y que su entrega sincera y desprendida lo fortalece.
Y porque la generosidad no debe ser desprenderse del exceso de nuestros bienes, ni dilapidarlos en una entrega interesada y provechosa, sino despojarse de lo más apegado a nosotros y de aquello que representa la complacencia de nuestras emociones, es por lo que esa generosidad debe empezar con la renuncia a nuestras excesivas pretensiones y ambiciones, tan inherentes a nuestra codicia humana. Sin olvidar que para ofrecer nuestra más honesta generosidad se debe empezar con ese ejercicio de discreción y humildad en contraste con quienes se visten de vanidad y petulancia, de arrogancia y ostentación; incluso, será un reto el poder ejemplarizar con la finalidad de “hacer de quien estás siendo generoso participen también de la misma dinámica”.
Como tampoco debemos olvidar aquella cita de Cicerón que dice “hay que defender la hacienda familiar, porque ciertamente dejarla arruinada es algo vergonzoso; pues el poder ser generoso, evitando ser avariento o miserable y sin despojarse del patrimonio, es ciertamente el fruto mayor de la riqueza”. Ni aquella otra de Marcel Jouhandeau “Como no tenemos nada más precioso que el tiempo, no hay mayor generosidad que perderlo sin tenerlo en cuenta”; porque nada hay más desprendido y desinteresado que dedicar el tiempo a los demás, para ayudarles en sus necesidades, aliviarles en sus preocupaciones y consolarles de sus penas o desdichas.
Pero la generosidad debe estar envuelta, además de nobleza y de sacrificio, también ¿y porqué no? de un sentimiento de compasión que nos vuelve dispuestos a que cuando damos nuestra posesión más preciada, por encima, siempre, de cualquier intencionalidad para conseguir un propósito o interés, podemos y debemos hacerlo conmovidos por la precariedad, necesidad, desgracia e infelicidad de los demás.
Podemos entender que la mayor prueba de generosidad hacia los demás será la cortesía y la simpatía, la atención discreta y paciente, y la dedicación de una sonrisa que denote el mensaje más elocuente de comprensión; todo ello, ante esa actitud impertinente del intolerante. Si bien nunca podremos caer en el engreimiento de nuestra suficiencia porque “si llegas a creerte mejor que a los que sirves, por el hecho de que estás siendo generoso, desde ese instante dejarás de servirle”
Hay también un sentido generoso que no debemos olvidar, en cuando a sus efectos. Pues se dice que “La generosidad debe estar en escuchar con agrado y con respeto, no solo al que intenta comunicarnos su mensaje, sino al que pretende deslumbrarnos con su aparatosa oratoria o perorata y su evidente protagonismo”. Es evidente que con el primero habremos sido más que generoso, pero siendo generosos con el segundo, habremos ofrecido una lección que quizá le haga cambiar.
Y en cuanto a esa generosidad que consiste en ofrecer a los demás la afectividad con la que –suponemos- deseamos hacerles felices, deberíamos de recordar esta reflexión: “Nunca reclames el afecto de aquellos a quienes entregas tu tiempo, tu cuidado y tu afecto; pues si tu amor hacia ellos es sincero, tarde o temprano penetrará en sus corazones y la respuesta no se hará esperar. En cambio, si éste fuera pasajero, es preferible que les evites el dolor que un día les ocasione que lloren al saber que tu amor se ha desvanecido”
Pero hay una generosidad que en su contexto proporciona un sentido menos convencional y más pretencioso. Pues decía Luis Cernuda que “los propósitos generosos y aquellos a quienes sus contemporáneos toman por dementes pueden ser, a la larga, los que hagan marchar el mundo”. Pues es “locura, como forma de reforma, sobre todo esa “locura activa”, que pretende vengar agravios y salvar indefensos, locura que engrandece a quien la padece frente a esa locura ordinaria de quien se siente razonable”. Pues la locura del “demasiado razonable” es necesaria para acometer con generosidad los grandes retos y los imposibles que nunca serían abordados por el uso del sentido más razonable.
“La vida puede tener más aroma, más sabor